ALLEN TERRACE. Woody Allen se ha trasladado a la playa. Como esos establecimientos que abren su versión terraza, en época estival, para ofrecer lo de siempre pero en un ambiente más despreocupado. Despreocupado, porque Woody se mueve en su monumental zona de confort; y nadie le pide que salga de ella. Yo, por lo menos, no. Que ya lo comenté el año pasado.
Wonder Wheel gira alrededor del pasado de unos personajes que nos telegrafían su futuro. Nada puede ir a mejor, aunque a ratos lo parezca. En Coney Island, en los años 50, un vigilante de playa glamoroso y culto nos narra las andanzas del alcohólico Humpty y de su esposa, la inestable Ginny. Una pareja en crisis que, de repente, recibe la visita de la hija del primero, la cual no busca retornar a una vida familiar sino huir de su marido mafioso. Pero hay un personaje más: el pirómano hijo de Ginny, al que le dejan las contadas escenas semi-cómicas. Wonder Wheel es un drama teatral y clásico.
La cuadragésimo octava película de Allan Stewart Königsberg vuelve a ser una buena película. Su fotografía, que esta vez destaca más que el sutil pero efectivo montaje, es de luces cenitales y cambiantes como los neones de las ferias que se funden cada día. La narración es de seminario: personajes que irrumpen en la deprimida cotidianeidad de una pareja y aportan los conflictos necesarios para que todo siga girando hacia delante y hacia atrás. Nada es gratuito en el recinto ferial. Y para los reticentes y críticos con su forma de elegir personajes (¿Qué hace Hannah Montana en Crisis in six scenes?), esta vez el realizador no ha titubeado en los principales, como en Café Society, y ha apostado sobre seguro; Kate Winslet lo hace todo bien.
El año que viene más… y encima con el descubrimiento del momento en el papel protagonista: Timothée Chalamet (Call me by your name).
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