Enterrada entre muñecas, tiburones gigantes, físicos teóricos, exagentes de la CIA, tortugas ninja, los Casas y producciones de Santiago Segura, está (o estaba, porque la vi la semana pasada) una película de esas que susurran, de las que no quieren molestar, de las que son buena gente, de las que enamoran.
Os la presento. Se llama Fifi (sin tilde), aunque en España han apostado por darle un título más Rohmeriano a ver si, así, venden todavía menos entradas. Fifi es una chica de 15 años, miembro de una familia desestructurada, que nunca ha visto el mar. ¿Os suena? Pues eso. Fifi aprovecha que una adinerada amiga no va a estar en casa durante el verano para ocuparla y disfrutar de un espacio de líneas puras, donde la luz es la verdadera protagonista, con deuvedés, con bañera gigante y, lo mejor de todo, con nadie. Pero ¡Oh, detonantes del destino! el hermano mayor de la adinerada amiga también tenía planeado quedarse en casa después de su curso en la universidad. ¿Qué paso? ¿La echará? ¿Llamará a la policía? El título ibérico da la respuesta, compañeres.
Me gustan las óperas primas porque se están escribiendo toda la vida, porque los cineastas aún no han entrado en la movida del qué dirán, ni pretenden gustar a nadie más que a ellos mismos. Es sólo mi opinión. Y en el caso de Un verano con Fifi, Jeanne Aslan y Paul Saintillan han realizado un ejercicio elegante de buen cine: en el que una relación entre un joven universitario y una menor de edad es tratada de manera ejemplar, sin buscar sobresalir por el escándalo, sin diálogos grandilocuentes, a lo Dawson crece, donde los adolescentes hablan como catedráticos de la lengua. No. Un verano con Fifí atrapa por su formalismo formal, por su mirada mínima de un evento magno, por el retrato de un amor necesitado de amor y porque no hay nada malo en ella. Además, le debía una cita, pues me quedé sin verla el año pasado en el Zinemaldia; es la que ganó el Premio Nuevos Directores. Todo bien.
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