Una de las nuevas incorporaciones de Toy Story 4 es un fantástico juguete canadiense de nombre Duke Caboom. Se trata de un motorista setentero, especializado en acrobacias circenses, con un triste pasado debido a que su joven dueño le abandonó al comprobar que no podía realizar ninguna de las piruetas que anunciaba en su spot de televisión. Una grácil crítica al universo publicitario que, unida al hecho de que en la película no aparezca ningún tipo de pantalla, de que ningún niño se quede embobado mirando un tutorial de Youtube y de que el muñeco preferido de la niña protagonista sea un simple tenedor de plástico con ojos realizado por ella, deja claro que estamos ante la visión de una época pasada —cercana a la infancia de los creadores del film— que desearíamos que volviera. Una película para adultos sentimentales y para niños deseosos de correrías.
Si era necesaria o no la cuarta entrega de la saga, debido al admirable cierre de la tercera parte, vamos a volver a preguntárnoslo otra vez al llegar a la conmovedora y justa conclusión de Toy Story 4. Sin embargo no hay que olvidar lo que el término franquicia supone, y más cuando Disney se disgrega últimamente en hacer humanos a sus clásicos de animación. Así que, señores de Pixar y Disney, haced todas las secuelas que gustéis que yo las estaré esperando.
Puede que el guión reincida en el rescate continuado de personajes abandonados, secuestrados, perdidos o inmolados; pero temas universales como la amistad, el compañerismo, la lealtad o la independencia van sumándose a cada secuencia convirtiendo el conjunto en algo más que una excelente película de aventuras. A lo que hay que añadir un divertidísimo ingreso de secundarios —ojo con los ositos Bunny y Ducky— y un acabado visual, formal y narrativo que ofusca de tanta excelencia. Si allá por mi primer año de carrera, la primera parte de Toy Story nos dejó a todos atónitos; esta vez se han superado (técnicamente). Ya lo sé. Sacad cuentas. Tengo una edad.
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