Ya nos demostró Joaquim Trier, por lo menos a mí, en su admirable adaptación del texto de El Fuego Fatuo —“Me suicido porque no me quisisteis, porque no os quise”—, que el tempo, las distancias, la limpieza, los diálogos no verbales y el agua en abundancia los controla perfectamente. Aquella se llamaba Oslo, 31 de agosto. Esta vez, naturaliza lo sobrenatural y aplica tintes místicos a un personaje que, en lugar de mirar hacia atrás como aquel ex drogadicto que repasaba amistades, avanza y abandona su sobreprotegido y religioso cobijo para entrar en la facultad. La protagonista en cuestión se llama Thelma. La película también.
Su fantástica y concisa secuencia inicial, ejemplo de tensión mantenida y de ganas de descubrir más, no es nada gratuita y se nos resuelve en el último tercio. A partir de ahí, Thelma va a la universidad y descubre un mundo nuevo: amor, compañerismo, bromas, alcohol y todo lo que hasta el momento le ha sido vetado. Todo eso y más. Porque la verdadera revelación se le manifiesta en forma de epilepsia, de causa desconocida, que no es más que la señal de sus verdaderos poderes. Ella es más contemplativa que locuaz (al igual que el filme). Su retiro e introversión confeccionan que su verdadero universo se forme en su mente. El problema es que sus pensamientos y sus anhelos son excesivamente poderosos.
Thelma es una película atrapante, de principio a fin, con una diatriba novedosa, por más que se le compare con lo obvio, y con la capacidad de adaptar el trébol de cuatro hojas a la mente de una adolescente. Por cierto, vaya piscina tienen en el campus de la Universidad de Ciencias Naturales de Oslo.
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