Vistas todas las candidatas a mejor película internacional de los próximos premios Oscar, y sabedor de que esta es la categoría que más me suele interesar por la calidad de sus propuestas, no me quedó otra que acercarme al cine a ver esa pequeña película irlandesa, que no era Almas en pena en Inisherin, sino The Quiet Girl. Su nominación, sus premios en Berlín y la Seminci, su duración lógica, y, sobre todo, que ninguna distribuidora se hubiera tomado la molestia en maltratar el título original con una traducción absurda, me ayudaban a tener claro que bajo ese epígrafe tan fordiano, había una vislumbre sugestiva. Y así fue.
The Quiet Girl es una película corta —y más en estos tiempos donde la palabra ‘superproducción’ ha perdido su fundamento— que se hace larga cuando las películas deben hacerse largas: al salir de la sala. Porque The Quiet Girl puede tener todas las fullerías que quiera; pero nunca pierde la honestidad de quien no quiere destacar, sino narrar con sosiego y alma.
Esta ópera prima, pletórica en delicadezas, nos cuenta la historia, íntima y profunda, de una niña que no reconoce su mundo y sigue buscando su espacio. La historia de una niña reservada, llamada Cáit, que es enviada a pasar el verano a casa de unos parientes lejanos (en el tiempo, en el espacio y en el carácter), mientras su madre tiene el enésimo descendiente, su padre deja ADN en todas las jarras de cerveza del pub del pueblo y sus hermanas, simplemente, no se acuerdan de quién era esa meona que les hacía pasar vergüenza en el cole. Una especie de Idiocracia, en la Irlanda rural de los años 80; pero que deja muchas más preguntas y menos carcajadas que la comedieta de Mike Judge.
Si he de ser sincero, iba a ver la última película de Spielberg. Sin embargo, el póster de Los Fabelman es tan feo que me hizo decantarme por una película que, seguro y por desgracia, no va a durar en la cartelera.
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