Era inexcusable estar al corriente de que el público objetivo de este biopic ya lo conocía todo sobre la figura de Armstrong. La película es correcta en su narración –Stephen Frears tiene las tablas necesarias– pero muy poco necesaria. Y plana. Ni dobles lecturas, ni conclusión, ni dejar al espectador ninguna posibilidad de agitar sus neuronas o su debate interno ante un hecho que removió los cimientos del ciclismo y del mundo del deporte. Lance Armstrong empezó siendo un buen ciclista, pasó un cáncer, volvió al ciclismo, ganó siete Tours de Francia, se convirtió en leyenda e ídolo de masas, se retiró de las grandes clásicas, se descubrió que se dopaba hasta para subir las escaleras que subían al podio, le entrevisto Oprah Winfrey y dijo que toda su vida deportiva fue una gran mentira. Todo esto es lo que ya se sabía… y lo que vas a saber después. La cámara le observa desde la lejanía, como si se tratara de un anodino documental, y el único que aporta algo de profundidad –a positivar– es Ben Foster: el actor protagonista. Es una pena que la parte que le dejan al periodista del Sunday Times que nunca acabó de creerse el cuento de hadas esté tan poco elaborada. Una pena.
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