Cine. El gran —enorme— cine de esa cotidianeidad que te hace sentir espía y espectador consentido y grosero. La belleza de Roma es tal que un simple gesto, como el de apagar la luz de la casa o limpiar los excrementos del perro, se vuelve hermoso. Roma son, como aquellos recuerdos de Fellini o la transitada infancia de Carla Simón, la caligrafía autobiográfica de un director que, por lo menos esta vez, es algo más que un largo plano secuencia. La técnica, la magistral disposición de elementos en el encuadre, los cortes y la profundidad, nada vacía, de cada plano están dispuestos con armonía, delicadeza y sobriedad para contarnos algo: lo que Cuarón quiera enseñar y lo que tú quieras ver.
Es una película de amor a las mujeres que le protegieron, y a su barrio que le envolvió, en un contexto político (sin denuncia) y social (sin panfletos). Roma, de Alfonso Cuarón, es cine de antes con los milímetros de ahora, que habla de clases sociales y putadas, pero que sirve de homenaje a las personas (en femenino) que le ayudaron a ser lo que ha sido: cineasta y persona sensible. Porque es la sensibilidad la palabra que mejor define las más de dos horas de disfrute de la mejor película del año.
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