Como gesta, podemos decir que Rivales te deja a medias. Los partidos se quedan a medias, los polvos se quedan a medias, los diálogos se quedan a medias y las relaciones se quedan a medias. Y lo que, como sustento narrativo, nos ayuda a mantener la curiosidad durante el alargado metraje (de ahí la gesta), se convierte, al final de la anécdota, en su mayor defecto. Guadagnino lo sabe, pues, esta vez, más que de cineasta, hace las veces de realizador publicitario y utiliza todos los recursos formales a su disposición, incluso alguno más. Da la impresión de que hicieron un brainstorming para ver cómo rodaban las secuencias tenísticas y, de las ideas surgidas, no hicieron criba. Las utilizaron todas. Por lo tanto, la configuración estilística no está sujeta sobre concepto alguno y es, simplemente, un subterfugio que persigue el lucimiento.
No es este primer párrafo un ataque a su totalidad. Es más, empieza esta crónica refiriéndonos a la “gesta” de Rivales. El querer saber qué nuevas maneras ornamentales se nos van a presentar, secuencia tras secuencia, es, en sí mismo, todo un reclamo. Si a eso le sumamos que la historia (un triángulo amoroso entre tenistas) es un puzle que necesitamos componer, nuestra atención sigue en la pantalla. Eso sí, al final se nos han perdido algunas piezas.
Cerrando el partido: puede ser ésta, de la mano de Melissa P., la película menos sutil y más inofensiva del director italiano. Sin embargo, como puro producto, se disfruta y se olvida al poco (al cine, por favor). Eso sí, muy a positivar que, al abandonar la sala, no retumban los gemidos de los jugadores, sino los berridos ochenteros y organísticos de Reznor y Ross. Ahí sí hay una dejada.
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