Vi, en poco más de un mes, las películas de Woody Allen, Marco Bellocchio y Clint Eastwood. Doscientos cincuenta y tres años de control cinematográfico y rigor narrativo que no pierden un ápice de su dominio. La hipérbole descriptiva, el videoclip reiterado, los cogotes de los personajes y la música como dirección de emociones son —salvo excepciones— una constante en el nuevo cine mercantil. Sin embargo, los tres octogenarios siguen siendo ejemplo de cómo contar una historia.
En el caso de Richard Jewell, además, vuelve Clint a no enarbolar banderas sino a esgrimir los prejuicios de una sociedad necesitada de héroes y villanos y a utilizar capas descriptivas para profundizar en el relato. Desde J. Edgar no arriesgaba tanto el director en la definición de personajes y situaciones. Richard Jewell fue un guardia de seguridad que, durante los Juegos Olímpicos de Atlanta, evitó una masacre al percatarse de una mochila abandonada en una zona de conciertos. Un personaje pueril y con tantas ganas de destacar que pasó de salvador a sospechoso en pocas horas. Su orgullo de pertenencia a un país valedor de la razón suprema no le hacían ver más allá de su propia lógica; él entendía su persecución hasta que dejó de hacerlo. Richard Jewell fue devorado por lo que más amaba y por lo que más creía.
Y ese gran director, tan republicano, tan directo, ha vuelto a hacer un ejercicio de síntesis y depuración para enseñarnos que la denuncia no tiene por qué ser tan obvia. Queremos más.
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