Al salir de ver Priscilla, aunque fue dinámico su visionado, empiezas a verle costuras de adaptación a un discurso contemporáneo y un subrayado excesivo en ciertas secuencias. Personajes como el “Coronel” Tom Parker, mánager y coaccionador vital de Elvis, aparece fuera de campo y con excesiva indulgencia (aunque ya existe la película de Luhrmann para marcarnos la tendencia de pensamiento). Las amistades que rodeaban a la estrella, siempre necesitado de adulación, son mera comparsa que marca el paso del tiempo. Los padres de Priscilla (que, ojo, dejaron marchar a su hija menor de edad con una estrella del rock) son dibujados con pasotismo y el debate que se podía generar queda enterrado debajo de simples buenas palabras. El padre de Elvis asoma en algún instante sin sustancia y las mujeres de Graceland están sólo para trabajar y hacer la comida.
Sin embargo, al sopesar pros y contras, al intentar positivar la mercancía, me di cuenta de que la película se llama Priscilla y es ella la que nos interesa. El resto es, como decimos en el primer párrafo, un envoltorio. Entonces, sí. Entonces sí vemos a una de las mejores cineastas poniendo en escena el tedio. La Sofia Coppola de Lost in Traslation y Somewhere deja su impronta en esa cárcel de oro en forma de mansión para inmortalizar a un icono musical coaccionador que ni está ni se le espera. Cuando Cailee Spaeny está en cuadro, la película remonta gracias al gesto, a la separación y a la mirada indignada. El espectador se ve obligado a comprender al personaje, porque manda en el plano y porque el espectáculo se ha ido a Hollywood a hacer una película y a ponerle los cuernos.
Priscilla no es la composición que esperaba. Eso es así. Sin embargo, tiene a una realizadora consecuente con su doctrina, un montaje diligente, una buena banda sonora y un grandísimo cierre. Recordad, se llama Priscilla. La película y el personaje.
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