Aunque en este caso parece más una suerte de contingencia surgida de la ampliación de un cortometraje anterior, la primera película de un cineasta define su posterior trayectoria. La inaugural obra –literaria, fílmica, teatral o musical– se está escribiendo toda la vida; es una especie de tarta (sí, tarta) de presentación que abre unas puertas y cierra otras. Da para enciclopedia el análisis de la ópera prima de cualquier director y solo hay que detenerse en Tarantino, Waters, Solondz, Coppola padre e hija, Alex de la Iglesia o Argento para darse cuenta de que aquella revelación fue también línea editorial. Y si en la primera secuencia de tu primera película aparece un pederasta frente a una madame desnuda en un prostíbulo de anomalías y en la segunda una mujer con el aparato digestivo del revés, el ente esta claro: viva el riesgo y bienvenido señor Casanova al mundo del cine. Denos más.
“Si tienes un marrón, transfigúralo al rosa”, debió rumiar el director y guionista a la hora de estructurar sus Pieles. Que lo grotesco se torne normalidad y que la normalidad sea la diferencia. Pieles logra que la incomodidad, poco a poco, se vuelva sensatez narrativa y que no dejemos de mirar. Porque nos interesa lo que nos cuentan, porque dura 77 minutos y porque, aunque cada plano tiene intención de lucimiento, la totalidad y la tonalidad se sostiene. Casanova sabe lo que quiere y en Pieles lo ha demostrado con heces (sí, heces).
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