(ME PILLÓ EN UN MAL DÍA) A veces, y esto me puede crear algún que otro enemigo, lo moderno se me vuelve anticuado. Es muy personal, pero el excesivo peso de la banda sonora, los diálogos grandilocuentes y los planos estéticos pero artificialmente elaborados pueden crear, en mi percepción de una película, que la narración no fluya. Decía Billy Wilder que en una película nunca se debía notar el montaje, y creo que para eso hay que montar muy bien. Perfect sense, dirigida por David Mackenzie, es un claro ejemplo de todo esto. Partiendo de una idea más que interesante —que no original— y bastante potente —que no original—, el director está demasiado preocupado de que todo esté perfecto y de que cada plano venda el producto. Y acaba siendo una mezcla entre spot y videoclip.
Un chef llamado Michael y una epidemióloga de nombre Susan se encuentran y enamoran. Mientras tanto, una grave epidemia (¡qué justo!) empieza a extenderse por el mundo despojando a la gente de sus percepciones sensoriales. Esta es la historia de Perfect Sense y esto es lo mejor de la película: la idea. A mí la idea me engancho y despertó mi interés por verla.
A partir de ahí, nos encontramos ante una historia de amor forzada y sin mucho que rascar, una unión de clips musicales cada quince minutos de metraje y un aspirante al Ensayo sobre la ceguera. Una historia repetitiva y esperable que se deja ver porque solamente dura 88 minutos y porque las imágenes, eso sí, son bonitas. Por lo demás poco que añadir. Una muestra más del nuevo cine indie, que últimamente está ávido de acabar con el mundo y de cienciaficcionarse (barbarismo), que me recordó en algunas intenciones a Otra tierra (Another Earth, Mike Cahill, 2011), aunque esta última es infinitamente más recomendable. Madre mía, no parezco yo. Me estoy boyerizando.
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¡ESTA CRÍTICA ES BOYERÍA INDUSTRIAL!