“Cuando eres pequeño te enseñan que hay tres dimensiones: altura, anchura y profundidad; como una caja de zapatos. Más adelante, te enteras de que hay una cuarta dimensión: el tiempo.”
Este fragmento de una poesía inédita de Paterson, protagonista de “Paterson», habla de esa dimensión que Jarmusch eleva a la categoría de maestría.
El director de Ghost Dog, el camino del samurái, se saca de su manga, llena de conceptos elevados y visionados destilados, una especie de homeopatía fílmica donde parece que no pasa nada más que el tiempo; donde no sólo lo superfluo no emerge, sino que tampoco el conflicto se deja ver en demasía. Aquello con lo que Buñuel soñaba, un cine donde no pasa nada, es lo que el director y guionista ha alcanzado en Paterson, amén de una de las mejores películas del año. O la mejor.
Paterson cuenta el día a día de un conductor de autobús que se levanta, sin necesidad de despertador, para realizar su jornada de trabajo. Llega a casa a comprobar los cambios ornamentales que ha hecho su pareja, pasea el perro de esta y se toma una cerveza en el bar de siempre. Y así sucesivamente. La iteración de secuencias, de personajes e, incluso, de diálogos se desarrolla de manera admirable hacia el “cuéntame más” o, mejor dicho, hacia el “cuéntamelo otra vez”. Esa monotonía es una necesidad para Paterson. Él está bien como está. La repetición como búsqueda del no-cambio. Su voyerismo es involuntario y necesario; es creativo.
Sin asustar al personal, porque no es que no pase nada en la película. La película está llena de poesía; de la poesía de las pequeñas cosas. Y eso es mucho. Y si a todo esto –que es mucho– le sumamos la delicadeza y el buen gusto formal de Jarmusch y la perfecta interpretación de Adam Driver, el resultado es Paterson: una enorme película.
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