(TOTÓ, CREO QUE YA NO ESTAMOS EN OZ) Si Victor Fleming resucitara de entre los muertos, entre los que se encuentra desde hace más de sesenta años, y se acercara a un cine a ver la precuela de El mago de Oz, vería como han cambiado los efectos especiales, como ya no hay grandes decorados y como las brujas no tienen por qué quemarse con la peligrosa pirotecnia de los años treinta. Victor Fleming pagaría su cara entrada y vería como el plástico y el cartón piedra han pasado a convertirse en un irreal pero perfecto 3D y como, en lugar de un hombre vestido de león, aparece un león de verdad (verdad computerizada, claro). Si Victor Fleming levantara la cabeza y se acercara a ver Oz, un mundo de fantasía se volvería contento al más allá al ver que, después de 74 años, su magnífica película sigue siendo igual de grande que siempre.
Supongo que la ilusión se ha convertido en negocio y el guión de las grandes producciones se hace con un programa de ordenador que estudia variables y diseña merchandising, porque a la peliculita le faltan ganas, homenajes, clasicismo y creatividad. A partir de los diez primeros minutos de película, cuando el protagonista llega a Wonderful Oz, la imagen se ensancha hasta ocupar la pantalla completa y la imaginación hace justamente todo lo contrario. Solamente reseñar, para más inri, que el señor Victor Fleming dirigió el mismo año (1939) dos películas: El mago de Oz y Lo que el viento se llevó: dos de las películas más famosas de todos los tiempos.
No sé si se basa en el libro, esperad que lo compruebo… sí, mira; se han basado en la novela de L. Frank Baum. Pues parece mentira. La primera y escueta parte de la obra sí es digna heredera. Un claro respeto, en textura y formato, al clásico, colmado de intensidad y de energía hasta la llegada del tornado, el cual hace que todo salga por los aires.
Un mago circense, algo embaucador, amante de las faldas y acérrimo seguidor de Houdini y Thomas Edison, tras ser descubierto su lío con la mujer del forzudo, debe salir corriendo —en este caso volando en globo— antes de que le partan por la mitad. El globo se adentra en las fauces de un huracán y acaba en Oz, donde los peculiares habitantes de ese mundo de baldosas amarillas creerán que la profecía es cierta y un gran mago ha llegado para ayudarles a acabar con la bruja mala. Pero ¿cuál de todas es la bruja mala? ¿El mago querrá ayudar a los autóctonos o simplemente querrá ser el dueño de todas las riquezas del reino? ¿Habrá historia de amor? ¿Ganarán los buenos? Las respuestas a todas las preguntas y conflictos de la trama son excesivamente fáciles de esclarecer. Nada te sorprende. Todo está ya visto. Y de repente ya no sabes si estás en Oz, en la Tierra Media, en Narnia o en el País de las Maravillas. Mucho color y pocas luces para un trabajo excesivamente infantil que, como todas las películas de este estilo, tiene visos de secuelas. Y poco más.
Uno de mis acompañantes a la película positivaba el trío de atractivas hechiceras; aunque echaba de menos una escenita algo más adulta entre las tres. Otro de ellos positivaba los créditos iniciales. Los otros dos positivaron la moraleja que, según ellos, ofrecía Disney: cualquier mujer despechada es una bruja en potencia.
A positivar la parte de la película ubicada en Kansas (unos diez minutos); porque al llegar a Oz, se acabó la fantasía.
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