“Si ocurre algo malo, bebes para olvidar. Si ocurre algo bueno, bebes para celebrar. Si no pasa nada, bebes para que pase algo”. Lo sé. Es sencillo e, incluso, algo básico citar al dipsomaníaco de Bukowski para hablar de una película que manipula la filosofía como apología de sucesos. Aun así he utilizado la dipsomanía en la argumentación y la tercera pata de la cita del revoltoso Charles es perfecta como introito de la crítica: los cuatro personajes de Otra ronda beben para que pase algo; para que la indolencia se transforme en fervor y para que su flemática y boreal existencia rejuvenezca. Eso es así.
Thomas Vinterberg pasa de reglas y dogmas caducos para dejar que la cámara se tambalee entre secuencias; como si también quisiera participar del hedonismo de sus héroes: de esos cuatro profesores de instituto que parten del estudio de un filósofo y psiquiatra noruego (que afirma que el cuerpo humano tiene un déficit de alcohol del 0,05%) para entregarse a su tesis y buscar el equilibrio en su sangre y, de paso, en su inestable vida. Sí. El alcohol como embellecedor de monotonías, como patrocinio de una conducta laboral y social óptima y, a su vez, como musa.
Otra ronda no se queda en la anécdota y, aunque tensa el impacto para ampliar su público, esgrime temas universales tratados con idoneidad e inteligencia. No justifica ni demoniza, te hace reflexionar y, además, entretiene. ¿Qué más? Pues aparecen cuatro actores inmensos y nos brinda un final que te hace salir del cine con ganas de vivir y tomarte un vermú. Salud.
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