Dice Oleg que el arte –supongo que sugiriendo afectación sobre la música– florece en los invernaderos. Nada de libertad. Hoy en día la música clásica se sustenta en melodías cómodas; sin embargo, el compositor ruso prefiere apoltronarse en melodías incómodas. O, por lo menos, eso nos cuenta mientras mira el tronco talado de un abeto que amó. Y redacto estas líneas en presente a pesar del fallecimiento del músico, pues yo lo descubrí ayer y no puedo matarlo tan pronto.
El personaje indefinido del cartel descubre su sexualidad y el increíble conflicto armónico que nos propone en el filme de Andrés Duque. El resto es una centuria soviética repleta de indefinición. Stalin no fomentaba los gulags tanto como los espacios de sosiego para creadores, de los que aún forma parte Oleg. Una admiración por el líder comunista que también profesa a los zares y a la ortodoxa iglesia que los canonizó. Tan insólito en su proceso creativo como en su posición frente a la historia, Oleg Karavaichuk tiene claro donde situar su peculiar cadencia: en el amor por las niñas de la época de los Romanov, de las que ya se enamoraba siendo adolescente mientras paseaba por el cementerio y miraba las fotos de sus lápidas, y, sobre todo, en el amor por la música que únicamente él entiende.
A positivar la magnética primera secuencia musical, donde el pianista pone sus huesudas manos sobre las 88 teclas del piano de oro del Hermitage que pocos secretos tienen para el único ser humano que puede tocarlo: “el único que transmite mi divina manera de tocar o, como dicen, mi divina rítmica. Voy a tocarlo cada día y me premia con una nueva música.”
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