El nuevo pirata Roberts de la ornamentación sin delito es el señor Eggers. Después de demostrar sus formas expresionistas, sobre todo con El faro, cumple su deseo, anhelado desde la infancia, de versionar la película que le hizo ser cineasta: Nosferatu, de F. W. Murnau. Hechizado, como Ellen Hutter, por un monstruo que no podía ser nombrado por la acepción que Bram Stoker concibió (por no pagar derechos más que nada), Murnau y su guionista decidieron establecer en Alemania su acción principal y cambiar los colmillos por incisivos; así como cerrar la historia de manera menos épica y popular, concluyendo con mucho más romanticismo y feminidad.
Robert Eggers, más de un siglo después, utiliza aquellos cimientos para construir, con licencias estilísticas y artísticas más que nada, una nueva adaptación. El conde Orlok se presenta, esta vez, como un impresionante noble transilvano con bigote y piel descompuesta. Y las escenas se dilatan, en comparación con el original, en pos de una monumentalidad lúgubre, lírica y epatante. Es asombroso cómo el director modula la tensión para que los bajones sean simples valles oscuros dentro de montañas escalofriantes. Complicado apartar la mirada de la pantalla. Nuevo y potente ornamento, lo dicho, para una historia conocida.
La historia es la que es y los diálogos son los que son. Pero la puesta en escena, la composición, la tonalidad, el sonido y todo el embalaje son para estar mirando el paquete durante horas. Y mucho cuidado con las inmobiliarias.
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