Extirpar los recursos lacrimosos, patrimonio de una exageradamente productiva y efectiva cinematografía melodramática, y dejar que el estoicismo de los personajes y su egoísta interiorización del dolor sea gran parte del cimiento narrativo de una película de más de dos horas, es algo que, a priori, se antoja complicado. Quizá si eres un director, como Kennet Lonergan, que espacia su filmografía y es capaz de retar durante años a la distribuidora para afinar el montaje (Margaret, 2011), tengas algo más de capacidad.
Sí. Manchester frente al mar es el gran drama del año. Una tragedia feroz rodada de forma contenida, con catarsis humorísticas bien integradas, que sitúan al espectador a cierta distancia para evitar los pañuelos de papel, y que venza a los sollozos el pasmo de lo que se nos cuenta y, sobre todo, de cómo se nos cuenta.
Lee Chandler es el encargado de mantenimiento de unos bloques de viviendas que debe ir con urgencia a Manchester, su pueblo natal, debido al repentino fallecimiento de su hermano. Allí se encontrará con un sobrino del que debe hacerse cargo y con un lugar, físico y mental, que abandonó por necesidad. Aunque tengo una gran mayoría de lectores (por lo menos tres) que lee estas reseñas después de ver las películas, hacer una sinopsis más amplia sería contar demasiado. El filme de Lonergan se va agrandando conforme avanza y te va descifrando, secuencia a secuencia, todo lo que esconde la refrenada apariencia de Casey “and the Oscar goes to” Affleck.
Este drama con semi-redención de fondo, no estar basada en hechos reales, la paradójica linealidad que le otorgan sus eficaces y bien dispuestas elipsis, el trabajo actoral, los planos vacantes de individuos y su excelente guión, hacen de Manchester frente al mar un trabajo, para mi gusto y con permiso de Comanchería, por encima de La La Land. Es cuestión de gustos; y recomendar una película como la que nos atañe es algo complejo: ved esta gran película, pero a poder ser no vayáis al cine en domingo.
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