No parece que Casey Affleck haya pretendido, con su última película, realizar un ejercicio de comercialismo o apuntarse al, últimamente, manoseado genero del futuro distópico. Luz de mi vida es acaso una especie de desinfección fílmica de su I’m still here o, más allá de eso, una presentación penitente del nuevo Casey, poco amigo de mostrarse en sociedad desde que en 2010 fue acusado de acoso.
La enunciación de que estamos ante un filme que no pretende masas se aprecia desde su introducción. Una primera secuencia íntima y delicada, de más de 10 minutos, donde espiamos el diálogo entre un padre y su hija dentro de una tienda de campaña. Un pequeño mundo amniótico que se termina con la escena y nos desgarra con el mundo exterior: una sociedad sin mujeres debido a una pandemia.
No veremos en Luz de mi vida coches volcados en los márgenes de la carretera o cortinas de humo negro que emanan de los núcleos urbanos. Curiosamente, uno de los lugares más apocalípticos lo encontraremos en una biblioteca revuelta y abandonada donde el padre busca libros sobre educación para poder hablar con su hija de ciertos temas para los que no está preparado.
Un padre y su hija pequeña en un contexto asolado por el patriarcado forzado, donde la protección y la educación son claves para la supervivencia, no parece una sinopsis apocalíptica sino social. Y Affleck sabe controlar su discurso al no dejarse tentar por situaciones acostumbradas. El intimismo está muy por encima del espectáculo. Aunque quien quiera tensión también la tendrá. E intensa.
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