Harry Dean Stanton fue un actor estadounidense. Sí, fue. Un actor estadounidense que se asomó por nuestra reminiscencia fílmica sin llevarse premios, ni hacer alardes ni ruido. Fue uno de mis bien recordados Violentos de Kelly y aquel rebelde con ritmo que entró en aquella penitenciaría de Florida el mismo día que Paul Newman. Harry se subió a la Nostromo, con su camisa de flores y su gorra de encargado de gasolinera, y se sentó detrás. Fue por Harry por quien Richard Farnsworth se montó en una máquina cortacésped para viajar de Iowa a Wisconsin. Incluso, para no importunar a los grandes, decidió ponerse en el lado de la ley en la segunda parte de El Padrino. Con permiso de su Travis Henderson, fue Harry ese actor, de presencia desganada, mirada abatida, de buen fumar y cuyas estridencias se pronunciaban en voz baja, que no quiso hacer sombra desde su reparto y admitió con semblante taciturno su papel en esta saturada industria. Siempre estuvo ahí, aunque no lo destacáramos. Y ahora, gracias a Lucky y a John Carrol Lynch se ha despedido del cine como ningún otro actor o actriz, por protagonista o estrella que haya sido: mirándonos a la cara y dándonos una lección vital y profesional.
Todo en Lucky es para Harry Dean Stanton. Un nonagenario personaje que hace sus ejercicios matutinos, fuma, toma Bloody Maries en su bar de toda la vida y, cuando ve una lata vacía en la acera, se lía a patadas con ella como haría cualquier persona en sus cabales. Lucky está solo, pero no se siente solo; como le comenta a su médico tras una caída en casa que, pese a no tener serias consecuencias físicas, sí las tiene mentales y supone un cambio en sus relaciones y en sus rutinarias arengas.
Con un diccionario en un atril y bricks de leche en la nevera, su casa rebosa independencia y fotos del propio Lucky en todas las fases de su existencia. Tanto vivido, y queda la experiencia de sus cuerdas vocales y sus, extrañamente, limpios pulmones. Estamos ante una película-herencia de ese actor estadounidense que fue. Y nos deja unas cuantas píldoras sublimes y repletas de mensaje, unos recuerdos de su (real) pasado como cocinero de la marina en la Segunda Guerra Mundial y hasta una ranchera, esa que dice “este amor apasionado, anda todo alborotado, por volver”, en una secuencia de la que no puedes apartar la mirada. Y al final te mira a los ojos. Y te dice: “atentamente, Harry Dean Stanton”.
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