Hay quien ha ido a ver una película de zombis y hay quien ha ido a ver una película de Jarmusch. Y puede que ni unos ni otros hayan salido muy contentos del cine. Sin embargo, sabiendo de antemano cómo trata el director de Ohio los subgéneros, con su pausada intención discursiva, sus críticas sociales, su frustrada incursión poética, con sus líneas de humor seco, sus tonos nipones y sus reprobaciones políticas; y acordándose de que en su anterior incursión en el cine fantástico (Solo los amantes sobreviven), el vampiro protagonista se mofaba de los humanos llamándonos despectivamente zombis, creo que el director, guionista, actor, productor, montador y compositor estadounidense no ha engañado a nadie. O sí, a los que han ido a ver una película de con diversión a raudales y sangre salpicada en el objetivo. Porque Jarmusch está.
La tierra se ha desplazado de su eje debido al fracking polar y, además de que la noche y el día ya no juegan en su franja horaria, los muertos han empezado a cobrar vida… o a seguir muertos pero a moverse, según se mire. Porque el mensaje es explícito y, si no se advierte, tenemos a Tom Waits, el ermitaño que habita el bosque, como fisgón y cronista. Vive en el frondosidad que le protege de la monótona rutina de Centerville: pequeña población en la que ocurre todo lo que vemos en pantalla y, curiosamente, su nombre lo adoptan en la realidad más de 20 poblaciones en Estados Unidos.
En Centerville aparecen los dos primeros zombis. Salidos del cementerio a lo Sam Raimi y con las caras de Iggy Pop y de la pareja del director, deambulan torpemente hasta la única cafetería del pueblo para saciar sus ansias de carne humana y café. Y poco a poco todos reviven en busca de lo que más amaban en vida: una pista de tenis, herramientas, chucherías, chardonnay o —genialidad— wifi. Así transcurre la narración, entre una atrapante Tilda Swinton, un repartidor de W-UPS que reparte sabiduría, unas subtramas sin cierre y unos diálogos repletos de metaficción y de reiteración de enunciados.
Poco más que añadir, porque hay sorpresas que nadie os debe desvelar y quiero evitar convenceros o llevaros al rechazo. Y sí, claro que tiene menos calado que la obra de arte que realizó Jarmusch hace un par de años (Paterson), pero, aún así, hay veces que solamente por la cara de Bill Murray o el timbre de voz de Tom Waits vale la pena pagar una entrada. Quizá sea demasiado partidista. Soy un zombi, qué se le va a hacer.
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