Antes que la calidad del disfrute está la calidad del mensaje. O eso dicen por ahí. Que las actrices y los actores paseen por la pantalla su gran juventud, pero sin grasa, y que todos los géneros y sexualidades se vean representadas. Todo tiene su debate. Cierto. Menos el regocijo. Ese plano secuencia de Spielberg es grandioso; sin embargo, ese otro del señor Anderson es tramposo. Yo al cine no voy a sufrir y mi película preferida es El diario de Noa. ¿En serio? ¿Qué es sufrir? Es interesante hacer crónica de lo crónico y más que complicado que todas las facetas de una obra estimulen por igual. Así que, a veces, solo nos queda el disfrute. Y Licorice Pizza, gráfica referencia a los discos de vinilo, estimulante dietario de una época, expresión de infantes jugando a ser mayores y colorida aproximación a lo más extravagante de un primer amor, es todo un disfrute.
Licorice Pizza no pide un esfuerzo por su narración formal sino por lo atropellado e intrincado de su argumento; por sus dudas planteadas y su inverosímil realismo. Las idas y venidas de un idilio adolescente-juvenil, más colindante, aunque menos cruel, a esa maravilla llamada Magnolia de lo que parece, se confrontan en pantalla para hacernos gozar (a unos más que a otros) y para extraer desenlaces vividos. Una película que termina en el punto exacto donde terminan las digresiones y empieza la vida.
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