(BORRACHERA DE PODERES) Son Job y Hobbes, dos influencias claras, de pronunciación semejante y con bestia marina de fondo, las que, parece ser, llevaron a este formidable cineasta a enfrentarse al Leviatán. El estoicismo del santo ante las pruebas opresivas de Satanás —con permiso de Dios, eso sí— y la filosofía política del pensador inglés comparecen constantes durante el intenso argumento. «Si dos hombres desean una cosa que no pueden ambos gozar, devienen enemigos en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) y se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse», decía Thomas Hobbes hace casi cinco siglos. Pero si uno de los hombres ostenta el poder establecido, el nivel de enemistad y sobre todo el de destrucción y subyugo se ve descompensado. Hobbes vertebró su afamada obra en el hombre, el estado y la iglesia, contribuyendo y casi marcando los actos de la película de Andrei Zvyagintsev. A pesar de su reciente galardón en los Globos de Oro (ahí están los estadounidenses premiando un film que expone una Rusia corrupta; grandísimo film sin embargo) y su nominación a los Oscar como mejor película de habla no inglesa, espero que hagan su aportación, en forma de espectadores, a una película potentísima.
Por un lado las olas rompen furiosas contra un acantilado del mar de Barents; y por el otro, vemos un paraje tan hermoso como frío, salpicado de casas racionalistas y políticos irracionales. Una jaula en la que reside y trabaja Kolia: en una casa que un Lucifer personificado en alcalde desea expropiarle. Esa es la historia de Leviatán. Una historia de muchas historias, de allá y de acá. No obstante, esta escueta sinopsis es sólo el principio. Después, regado en Vodka y con, aunque parezca mentira, ciertos toques de humor, la vida de Kolia y su familia entrará en un bucle de desmoralización. No existe la resaca porque la borrachera no reposa. El director de Elena es un gran narrador y sabe llevarnos. Una catarsis en forma de picnic soviético, con tiro a la lata y a los retratos de los históricos líderes rusos como forma de pasar el rato —con dos cojones—, es un momento en el relato que parecía nos dejaba coger aire. Iluso que es uno.
Ni Putin se libra. Un Vladímir enmarcado preside, como dando fe y consentimiento, las reuniones del alcalde de la ciudad con los poderes militares, policiales, judiciales y eclesiásticos. Porque esa es otra: la iglesia ortodoxa tiene papelón en Leviatán. Ortodoxa, o católica, apostólica y romana, es consejera silenciosa del capo, sabedora de que intercambian sosiego mental a cambio de beneficios. Y mientras, ese Job protagonista, que es ateo el pobre, se deviene sin apoyos divinos contra un sistema y un entorno que le engulle. Entretanto, la naturaleza mira impasible en ese paraje con esqueletos de ballena, demostración de que ella es la única que puede con todo, incluso con las grandes criaturas marinas. Enorme película.
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[…] el año con Leviathan de Andrey Zvyagintsev y, prácticamente, lo termino con El Club de Pablo Larrain. En medio, entre […]