Los suelos de madera crujen en el piso de Berlín. Techos altos. Paredes blancas y dobles puertas. Si la capital alemana es refugio, la casa es un búnker. Comas vive ahí. Solo. Y que llamen a su puerta para darle una sorpresa no le viene nada bien. Ni su novia, con la que lleva dos años, precisa más de una caja para meter sus cosas. Comas lleva bastante tiempo en Berlín. No huyó de la crisis. Simplemente huyó. ¿De qué?
Elena Trapé no responde a esa pregunta en Las distancias. Las amistades se adaptan o mueren. A veces, las amistades mueren porque se adaptan. Sin embargo, Olivia, Guille, Eloy y Anna no han querido verlo y se han plantado en la puerta de Comas para darle una sorpresa por su 35 cumpleaños. No hay evolución en los diálogos. La agonía de aquel grupo de amigos de la facultad está presente desde que se reparten las habitaciones. Es viernes y empieza el fin de semana. Las juergas ya no son las mismas, algunas cervezas son sin alcohol y las charlas se arriman al reproche. A partir de ahí, Trapé nos enseña caras y circunstancias y nos acompaña a descubrir, sin excesos y con un realismo y una naturalidad que aturde, a unos personajes que nos caen tan bien como mal; quizá porque en todos ellos podemos sentirnos algo reflejados. Unos retratos perfectamente tratados y una cámara a la que acompañamos con el nervio del neorrealismo —incluso con involuntarios figurantes mirando a cámara—, convierten a Las distancias en una interesantísima película. Y de repente, un lunes sales del cine y ya es domingo.
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