Sinceramente, esa purga narrativa y de personajes que Sofia Coppola infringe al filme antecesor y, supongo, también a la novela de un tal Thomas P. Cullinan, acelera las secuencias dialogadas de tal modo que podrían perfectamente funcionar como previo a la copula en un cine más pornográfico. Sin embargo, la atmósfera gótica oprimida e imprimida, donde la arquitectura, la espesura y los cañones lejanos son capitales, asoma mucho más recreada. Sí, la historia es clara y directa, y la permuta en el posicionamiento con la película de Don Siegel se aprecia desde que aparece ese tipografía del título, tan de novela de Daniel Steel, a los pocos segundos. Que la directora de Las vírgenes suicidas iba a plantearse la adaptación de manera diferente al director de Harry el Sucio creo que todos lo teníamos bastante claro.
El aburrimiento subyacente, el tema más recurrido en el cine de Coppola, vuelve a ser primordial: una escuela de señoritas, aislada en el sur profundo y rodeada de campos de batalla de la guerra civil estadounidense, ve como sus monótonas clases de francés y sus latosas actividades extraescolares –punto de cruz–, se ven complementadas por la llegada de un soldado yankee herido; una presencia masculina que asusta durante unos minutos pero que garantiza distracción de una forma u otra. La sexualidad latente y, ante todo, la competencia entran en el horario.
La seducción se ve bien y fluye, quizá con demasiado caudal, durante su hora y media de metraje. La fotografía, de traslucidez solemne, es más que interesante y los actores; mejor dicho, las actrices, están admirables en su propósito. Aún así, algo me falta en la nueva adaptación de El seductor. No sé exactamente que es, quizá, simplemente, me pregunte si era necesaria.
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