Fellini no creía en los finales ni en los principios. Al contrario, abogaba sin moderación por un segundo acto dilatado que celebraba —en sus palabras— “una infinita pasión por la vida”. Al igual que el maestro, Alice Rohrwacher expone sus fábulas en aquellos escenarios que conoce, con el simbolismo y la estética como elemento vertebrador y con unos personajes vehementes y apasionados por la vida; aunque, esta vez, sea la muerte lo que les impulsa a seguir viviendo.
Y así, porque el principio de la historia no importa, encontramos a Arthur en un tren. Vuelve al origen de su desdicha: a la localidad donde se saquean los recuerdos. Es parte de una banda de tombaroli, ladrones de tumbas etruscas que intentan vivir de la muerte. Arthur, además, tiene el don de saber dónde se encuentran sepultados los yacimientos. Sus compinches desean el arte funerario enterrado. Y él, desde el fallecimiento de su amada, desea saber si su don puede servir para encontrarla.
La quimera es tradición y fantasía. Es poesía que se adapta a la audiencia por mucho que el mensaje parezca claro. Es cavar en la tierra para llegar al cielo. Es darle la vuelta a todo. Es una alucinación. Y, sobre todo, La quimera es revivir lenguaje cinematográfico del pasado italiano: recreándose en las imágenes, sin fijarse en la galería y apostando por el mito.
Aunque un señor inglés sea lo más recurrente, todo es femenino en La quimera. “Si los etruscos siguieran en estas tierras, Italia no sería tan machista”, dice una de las saqueadoras mirando a cámara. Por eso, en este pueblo sin nombre la mujer administra la burguesía más decadente (imponente Isabella Rossellini), dirige la mafia del arte (Alba Rohrwacher) y, al mismo tiempo, ningún personaje tiene pareja.
Los formatos y la música son variados en la película. Y con sentido. Por mucho que pasen de los 35 milímetros a lo doméstico o de Mozart a Kraftwek. Sí. Alice Rohrwacher ha vuelto a hacerlo. Sin final y sin principio.
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