Leí hace unos años que Jason Reitman preparaba un remake de El apartamento. En serio. No me acuerdo si la noticia estaba muy contrastada; sin embargo me entró un importante escalofrío sólo de pensarlo. El director de las muy estimables Gracias por fumar y Up in the air quería que Natalie Portman se convirtiera en la señorita Kuvelik y que Steve Carell reinterpretara uno de los papeles más gloriosos del cine: el desconsolado C.C. Baxter. No puede ser. No sé si el señor Reitman se dio cuenta de su osadía o si aquella noticia la leí un Día de los Santos Inocentes, pero parece ser, y esto sí lo he contrastado, que, por ahora, nadie va a mancillar la obra maestra de Billy Wilder. Me asuste, no sólo porque alguien pretendía enfrentarse a la que es quizá la película más redonda de la historia, sino porque pretendía enfrentarse a algo peor: mis recuerdos.
La guerra de las galaxías —nada de Star Wars—, seguida de cerca por Tiburón y, algo más lejos, por Granujas a todo ritmo, fueron las grandes culpables de mi afición a las películas. Según mi abuela, el cine era un milagro que conseguía que durante dos horas estuviera callado y quieto. Los domingos me llevaban a un cine doble sesión para asegurarse una tarde de paz. Y en aquella sala, situada debajo de la casa del cura del pueblo y llamada comprensiblemente Cine Parroquial, pude disfrutar de incontables películas. La que más me impactó y de la que puedo recordar hasta el punto de vista que tenía desde mi butaca es, claro, La guerra de las galaxias. Acabó la película y se acabó el milagro. Empecé a sentirme inquietó y empecé a hablar: “¡Mamá! Acabó de ver una peli del espacio llena de naves, rayos laser, robots, un hombre de negro, malo y con careta; otro bajito, verde y bueno; y un oso peludo gigante y espadas de luz de colores y princesas y y y y”.
Veinte años más tarde, el padre de la criatura presentó la precuela de aquella película que me hizo hiperventilar. Era George Lucas y se merecía una oportunidad. Pero sólo una. Y así fue. La amenaza fantasma consiguió que me hiciera mayor de golpe. ¿Qué fue aquello? ¿Quién era ese bicho horrible, parlanchín y de enormes orejas? ¿Y la suciedad de la galaxia lejana? ¿Qué es todo ese color saturado? Mierda. Las dos siguientes obras de la saga no merecieron mi tiempo. Y siguen sin merecerlo. Para mí, Han Solo, Luke, Chewbacca y compañía acababan de morir. Hasta que me di cuenta, el jueves por la noche (era viernes ya), de que no habían muerto, sino de que, prácticamente, no habían nacido.
La guerra de las galaxias. El despertar de la fuerza no me despertó las sensaciones de hace treinta (y pico) años, ni mucho menos. Pero me hizo recordarlas. Valió la pena.
2 Comments
A vale.
Porque cuando he leído lo del facebook ya no sabía a que criterio acogerme.
Tu y Vanavisión me lleváis por un camino de confusión cinematográfica por prescripción facultativa de críticas.
Acabo de verla, y nada más llegar a casa he leído tu post. Coincido contigo y añado: en uno de esos guiños que la vida le hace a veces al cine, mi hijo ha visto El Despertar de la Fuerza a la misma edad que yo vi La Guerra de las Galaxias (nada de Star Wars). Y en pantalla grande, como toca. La magia sigue intacta.