Es La forma del agua un cuento de amor extremo para adultos. Con una delicadeza formal intensa, la última película de un nuevo mexicano que lucha por tirar el muro llevándose el gran premio de los próximos Oscar, se nos muestra crítica con la no aceptación de la rareza social. Claramente nos evidencia la dicotomía del término monstruo en sus facetas física y de conducta. La criatura anfibia —mitad hombre, mitad pez, nada sirena— frente a ese monstruo llamado Michael Shannon en la vida real, aquí transformado en un coronel implacable citado como coronel Richard Strickland. Pero el amor no es entre ellos, claro. La chispa surge entre una mujer muda que trabaja limpiando en un laboratorio secreto del gobierno y el monstruo surgido de un río en Sudamérica. Ninguno de ellos entiende al otro oralmente, pero entre los dos se desata el apego de los incomprendidos. Alrededor de ellos dos, los secundarios continúan con los modelos establecidos como minoría relegada.
Como dijo Guillermo del Toro, La forma del agua tiene un corazón enorme. Y eso es, en parte, su genio y su trivialidad. Al filme le falta cierta alma en forma de sorpresa o incorrección. Dos horas de disfrute lógico (pero disfrute) y sin riesgos de debate; conflictos que sí se estiman en los recursos técnicos y narrativos. Desde ese principio en la bañera hasta el final, son las escenas con agua las más impactantes. Impresionante la secuencia donde llueve —o algo parecido— en el cine. Le falta mala baba pero tiene cine de sobra. Algo así como La La Land el año pasado (yo prefería Comanchería) es La forma del agua (yo prefiero Tres anuncios en las afueras).
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