Después de ser declarado persona non grata, por comentar en una rueda de prensa en el Festival de Cannes que comprendía a Hitler, volvió Lars Von Trier, tras siete años, al certamen francés con su última disculpa: La casa de Jack. Una película excesiva, para bien y para mal, donde uno de los protagonistas es Bruno Ganz, curiosamente recordado por su papel del Führer en El hundimiento. El revoltoso tío Lars pone en imágenes las atrocidades recreadas de un asesino en serie que dialoga con una especie de diablo, demostrando que sus crueles actos no están alejados del arte. Siguiendo con su arrepentimiento, el director nos regala, siempre en voz de Jack, tesis como esta: “Algunos dicen que las atrocidades que cometemos en la ficción son los deseos ocultos que no llevamos a cabo en una civilización controlada. Por eso lo expresamos mediante el arte. No estoy de acuerdo. Creo que el cielo y el infierno son lo mismo. El alma pertenece al cielo. El cuerpo al infierno”. Y eso.
La casa de Jack es una película, dividida en capítulos y en crímenes, que puede volverse insoportable por su intensidad y su regodeo previo, más que por lo explícito de las secuencias. Una obra alargada en exceso (media hora menos y la clava) con incontables momentos a positivar, que irrita igual que fascina y que, obviamente, no puede contentar a todo el mundo. Pero ¿qué esperábamos? El director danés ha vuelto y ahora se llama Jack: Jack Von Trier.
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