La casa utiliza la pantalla como espejo para manifestar una historia que necesita complicidad del que mira; asegurada desde la propia realidad del relato. La pérdida de los padres sirve de detonante para una reunión fraternal en la segunda residencia en la que veraneaban en su infancia. Herencias, rencillas domésticas, envidias y, también, complicidad regularizan los actos de la narración sin adornos en las locuciones ni una intensidad dramática excesiva. Por lo tanto, estamos ante una propuesta tan sincera y evocadora que no podemos dejar de vernos reflejados. La casa es una gran película que, lo mejor de todo, no lo pretende.
El elenco actoral está perfecto, la adaptación de la novela gráfica de Paco Roca es difícil hacerla mejor y la dirección hace el resto. Ahí, una vez más —y van tres— Álex Montoya no tapa con formalismos una historia que necesita una cámara que no sea un personaje más, sino un tomavistas: una cámara que enseñe y no camufle o adorne las conmociones.
Místela, Hoya de Cadenas, Enrique del Pozo cantando Orzowei, casas rodeadas de pinos mediterráneos, una piscina pintada de azul, el juego de mesa Imperio Cobra y los vasos ámbar de Duralex… ha sido una gran e intensa experiencia. Yo también jugaba en casa.
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