Un estómago lleno en una casa vacía. Las ganas que aporta la pérdida. El ayuno de existencia. Una gran comilona, sin orgía sexual pero sí gastronómica. La tercera obra —consecutiva— del cineasta neoyorkino, en la que la Biblia vuelve a estar de fondo y trasfondo, funciona como producto confeccionado para funcionar. Religión, muerte, familia, sexualidad, amistad y muchas pizzas; demasiados conceptos a encanillar en una misma bobina. Conceptos que, quizá, sí funcionen en su versión teatral, pero que, en La Ballena, acaban por convertirse en una narración encerrada en sí misma.
Puede que mi primer párrafo lleve al lector a una pretendida y excesiva reprobación. Y no. La película, como hemos citado, funciona, se ve con cierto interés y no pierde fuelle debido a sus diálogos eficientes y a unas actuaciones íntegras. Sin embargo, cuando las armas de la cinematografía se acogen a la historia es cuando La Ballena se hace grande: al acompañar el suplicio del héroe por su apartamento, al reparar en el Everest que supone el simple hecho de acostarse en una cama, al advertir los planos detalle de una chocolatina o al ver el sudor de su cara o las manchas de kétchup en la comisura de sus labios.
El problema que suelen tener las películas que se venden con titulares como “una actuación inolvidable”, “un actor que demanda estatuilla” o “increíble cambio físico de quien fuera sex symbol en los 90” es que se olvidan de referenciar que estamos ante una película y no un soliloquio. Y sí. Que le den el Oscar a Brendan Fraser, porque se lo merece y, una pena, será eso lo único que recordaremos.
¿Es recomendable? Por supuesto. ¿Y qué positivas? A positivar una introducción solvente, descriptiva y atrapante que ayuda a mantener la atención durante toda la película. ¿Tramposa? Yo no he dicho eso. O sí. Yo qué sé. ¿Que he sido demasiado fustigador? No creo. Solo he comentado que le ha faltado algo más de cine. Bueno. Ya está. Id a las salas.
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