Aparte de aquellas balas silbando en su rebote con las rocas del tiroteo final, que me marcó de tal forma que imitaba el sonido cuando jugaba con mis amigos a indios y vaqueros, recuerdo la primera vez que vi Winchester 73 porque tenía todo lo que un niño esperaba de una película del oeste. Creo que no aparecían vaqueros, en su sentido literal, pero prorrumpía continuamente, en secuencias memorables, todo lo demás: el atraco al banco pañuelo en boca, los duelos calmos con su repiquetear de dedos sobre la culata del revólver, los indios atacando la diligencia, el sheriff Wyatt Earp sosegando agitaciones, la tensión ineludible en el Saloon del pueblo con puertas abatibles que se abren a patadas, los ojos entrecerrados, las botas con espuelas que no sirven para espolear a los caballos sino para marchar pausadamente por los tablones de las casas, la chica que siempre corresponde al héroe*, el 7º de Caballería y los colonos que buscan un hermoso lugar, junto a un gran árbol, donde levantar una rancho con porche y mecedora.
Por aquel entonces no pensaba que las películas se clasificaran en géneros ni mucho menos sabía lo que significa western, pero empezó mi pasión por esas dos palabras extrañas. Con altibajos, con nuevas interpretaciones, con calificativos crepusculares, con color, con las mujeres tomando un mayor protagonismo, con sangre a borbotones y con nuevos países como contexto, he seguido descubriendo nuevas grafías de ese cine. Hasta que, a lo que vamos, hace pocos días, experimenté cómo los hermanos Coen, que ya habían manipulado el western en su forma más clásica dirigiendo el remake de Valor de ley, llevaban a la pequeña pantalla La balada de Buster Scruggs: la caricatura revisionista de todo aquello que de niño esperaba encontrar en la enorme película de Anthony Mann.
Lo que Mann hiló, acompañando las idas y venidas de un rifle, ha necesitado de una película episódica de los Coen para que estos pudieran enseñar todos los elementos del género; comediante charlatán y buscador de oro incluidos. Un film que se hace largo debido a que se ha condensado en dos horas y cuarto lo que Netflix iba a emitir como serie; pero que, quizá, en ese formato se hubiera hecho todavía más largo.
Hay pistoleros duelistas de concepción hiperbólica e ingeniosos atracos a bancos; puro universo Coen. Está Tom Waits interpretando a un peculiar buscador de oro. Aparecen un empresario y su artista desmembrado que, noche tras noche, interpretan textos de Shakespeare y Lincoln que aturden tanto a su audiencia como a mí. Hay una caravana que se dirige al oeste. Hay una diligencia que se dirige a… sorpresa. Hay una película de capítulos dispares e irregulares unidos por la muerte y por sus óptimos desenlaces. Y, lo más importante, La balada de Buster Scruggs devolvió a mi mente aquella obra en blanco y negro que tenía todo lo que un niño esperaba de una película del oeste. ¿Por qué? No lo sé.
*Hubo un héroe que no fue correspondido por su chica. Se llamaba Tom Doniphon y salía en una obra maestra, que me obligo a ver a menudo, llamada El hombre que mató a Liberty Balance.
No Comment