En los créditos de entrada de Jojo Rabbit, el joven protagonista baila por las calles, cual Billy Elliot, al ritmo del I want to hold your hand en alemán, mientras realiza el saludo nazi a dos manos. En un momento de esa secuencia, Jojo Betzler —el joven protagonista— realiza su danza aria desfilando junto a una larga cola de personas que, parece, esperan junto a un economato su momento para utilizar la cartilla de racionamiento. Aunque los totalitarismos y las guerras son pura tragedia, en esa sencilla escena, se desvelan el drama y la comedia en equilibrio narrativo. Una moderación que el realizador no olvida casi en ningún instante del filme, y que acaban convirtiendo la denuncia en un estricto divertimento familiar; una composición a la que le falta algo de atrevimiento o provocación. Puede ser que Disney, distribuidora de la película, haya tenido algo que ver. O, simplemente, que Taika Waititi, tras el enorme éxito de Thor: Ragnarok, quiera seguir contentando a las masas y, de paso, llevarse una estatuilla para Nueva Zelanda.
Jojo “Rabbit” Betzler es un niño alemán, orgulloso de pertenecer a las juventudes hitlerianas, al que se le aparece el Führer en persona cada vez que necesita exhortación. Todos los niños tienen un amigo imaginario y el jovencito teutón se conforma con hablar con el líder. Sin embargo, como los nacionalismos se curan viajando, pero también descubriendo que tu madre esconde a una niña judía en el desván, Jojo empieza a replantearse su existencia. A ver si resulta que ser tan facha no es tan inteligente.
Excesivas referencias, tanto formales como de intención, se descubren en Jojo Rabbit desde el primer segundo y, las comparaciones son odiosas, pero Lubitsch lo hizo más ejemplar, Chaplin lo hizo más histórico, Rossellini lo hizo más duro y Benigni más tierno. Aún así, en serio, la película funciona. Se ve de manera agradable y fluye su periplo entre Beatles, Tom Waits y Bowie, faltaría más. Además, es muy para positivar que, en tiempos de este resurgir reaccionario se nos haga crónica de aquello que sucedió el siglo pasado y, esperemos que no se repita; que se empieza con el pin parental y se acaba por prohibir que Gilda se exhiba en los cines.
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