Pablo, Natalie y Jackie. Tres nombres y una película. Era de recibo pensar que el director chileno no iba a realizar un biopic al uso en su primera incursión hollywoodiense. A pesar de que el guión y la actriz eran impuestos, no eran malas imposiciones. Y la libertad en el rodaje se aprecia. Con matices, el interesante carácter narrativo de Larraín permanece y las secuencias que vertebran la película –la entrevista que la revista Life le hizo a Jackie Kennedy a los pocos días del magnicidio– recuerdan a las conversaciones del jesuita con los tremendos sacerdotes de El Club. Los cambios de texturas, la sensacional utilización de primeros planos y la forma de radiografiar los instantes inestables y deshechos de la primera dama son recursos que el realizador controla con asombro. Sinceramente no sabía a qué atenerme cuando entré en la sala y el resultado fue más que atrayente.
Natalie y Jackie. Natalie Portman nos entrega uno de los mejores papeles de su carrera. Las dos Jackies, la privada y la pública, las soporta con aplomo y contundencia. Jacqueline, más que la mujer del presidente de la nación más poderosa, era una reina. Una soberana al estilo europeo: como Ginebra en Camelot; con la salvedad de que, en esta ocasión, la infidelidad vino de parte del rey y Lancelot lucía un lunar en la mejilla. Y Natalie ha sabido sacarle partido a eso, que era lo que de verdad importa en el filme. Ella es la protagonista total de la obra. Ella es Jackie. Aquella adolescente que puso en contradicción a Timothy Hutton se ha hecho mayor.
Dos nombres más a destacar. Noah Oppenheim y sus anteriores libretos no hacían presagiar nada destacable. Y, sin embargo, el buen guión tiene cierta escuela Sorkin; subjetivamente en serio. Mica Levi es la compositora de la música, punzante y subrayante, que acompaña las andanzas de los reinos, psicológicos e históricos, que gobernaban la cabeza de Jacqueline Kennedy. Una muy buen banda sonora.
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