Viggo Mortensen ha dejado claro, en todas sus entrevistas, que el público es secundario. Solo va a hacer una película que a él le apetezca ver. Y cuando dice “hacer”, parece ser que es un verbo amplificado, pues hace las veces de guionista, director, actor, productor y compositor de la partitura ambiental. Y cuando dice “secundario”, se solidariza con la parte más pura y artística del cine: la ornamental, la experiencial, la inspirada, la que no nace con una intención publicitaria.
Eso es Hasta el fin del mundo. Intención, deseo y desarrollo. Sin olvidar el clasicismo ni las grafías de un genero que pide mucho aire, Mortensen le resta acción y le añade pausa dramática. Una historia de amor, con pistolas y rifles, acomodada en una relación entre un trabajador de la madera y una experta en flores. Un pueblo del oeste, con su cacique y su hijo violento, pero sin atracos al banco ni duelos junto a la iglesia. Es una película de personajes que se apoya en el western para convertir en épico lo que, en otro entorno fílmico, hubiera sido simplemente un drama.
Con respecto a su primera obra, Falling, el director repite las continuas elipsis y la secuencia de padre con niño enseñando a cazar. Sin embargo, ha pulido las reiteraciones y cede el protagonismo a la parte femenina. Estupenda, como siempre, Vicky Krieps.
Me ha gustado Hasta el fin del mundo, sí. Hay una escena de ensoñación con guerrero medieval por los bosques canadienses con la que tengo mis reticencias. Pero no me importa, pues Viggo lo dejo claro: es la película que él quería ver. Que siga así y no se apunte al algoritmo.
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