(LA ÚLTIMA DE HANEKE) Estación de autobuses. Ext. Noche. Una ciudad dormida en la periferia. Retazos ebrios del viernes noche y cineastas trasnochados nos reciben en la playa de la Concha. Horas de café con leche y ver el despertar del Festival mientras esperamos las ansiadas llaves de la habitación. Llegados a los alrededores del Kursaal, el espectacular cartel de El muerto y ser feliz, la última película de Javier Rebollo, nos da la bienvenida de forma luminosa. Y así van pasando las horas: muertos pero felices. Pintxos y cañas. Búsqueda de entradas. Es el primer día. La jornada de los novatos. Poco cine de sala. La sombra de Blancanieves y un día soleado hacen de contexto. Más pintxos y más cañas. No hay siesta.
Refugiados en una tasca del Casco Viejo, junto al Teatro Principal, esperamos las caras de los que salen del pase de prensa de la película de Rebollo. Mucho más de 24 horas desveladas. El pretest facial de los que salen del teatro, después de la presentación para críticos, deja ver de todo: sonrisas, ojiplatismo, indolencia, aprobación y reproche. Mañana —día 2— iré a verla sin saber lo que ha dicho Boyero. Pero antes, porque ya son casi las 23:00 horas, voy a ver la última de Haneke y, después, a dormir.
(AMOUR) Dentro de la sección Zabaltegui-Perlas, una selección de las películas más destacadas del año, algunas personas con suerte y con ganas de sufrir un sábado por la noche, pudimos ver Amour: la ganadora de la Palma de Oro de la pasada edición del Festival de Cannes. Haneke nos habla del amor y de su consecuencia más brutal. Y nos habla en francés, sin una palabra de más, sin argucias sentimentales y directo al estómago. “Pero con el sueño que tengo” —me preguntaba— “¿cómo hace este hombre para mantenerme despierto sin utilizar música y con los diálogos justos?”.
Amour es el drama que vive un matrimonio octogenario que, después de toda una vida juntos, ve como a ella se le va evaporando su vitalidad, su salud y su lucidez. Una historia tiernamente despiadada que te va aplastando desde su revelador principio hasta sus créditos.
Hay directores, y el genial Monicelli es el mejor de los ejemplos, que te muestran durante bastante metraje la historia de los personajes de forma cómica hasta que te borran la sonrisa de golpe para que durante el resto del film tengas nuevas sensaciones y llegues hasta el final expectante y repleto de incógnitas. Pero no. El señor Michael te presenta desde el principio algo tan duro como una enfermedad que llega de sopetón y, a partir de ahí, empieza a hundirte en su narración. Y en Amour no ahorra nada; y te suministra un paseo por el dolor, el miedo a la soledad, la atención y, cómo no, el amor. Y lo vuelve a hacer de forma tan real que vuelve a hacer cine del que hace pupa y del que no olvidas.
A positivar prácticamente todo en esta enorme película: los dos soberbios y tremendamente creíbles actores (Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva), los movimientos de cámara, que se encargan de que no te pierdas nada; la prácticamente única localización, que impide recrearse en lo superfluo, y la fascinante secuencia de la paloma que se cuela en la casa.
Y después de ver una buenísima película que te deja mal cuerpo y peor alma y salir a la calle a coger aire, me dirijo por fin a la habitación de la pensión a descansar. Y seguro que éste se habrá dormido, con las ganas que tengo yo de llorar con alguien.
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Lenguaje y narración visual exquisita que te sumergen en una montaña rusa de emociones de dolor y amor cogidos de la mano. Imágenes metafóricas, sencillas y bellas. Sugerentes más que explícitas. Un título en MAYÚSCULAS acertado 100%. Podían vender clinex en la entrada del cine junto con las palomitas…