Crítico antes que cineasta, Truffaut se lanzó, iluso medidor de masas, a definir el cine que vendría como algo confesional e íntimo. “La película del mañana será un acto de amor”, decía François. Claro que, allá por los ochenta, cuando el cine se convirtió en guerra le dio por morirse al idealista. Pero resulta que, entre detonaciones y prosopopeyas, hay directores que siguen en sus trece y nos revelan diarios particulares y nos presentan personajes de otra época. Héroes que, como Óscar Peyrou, bohemio antes que crítico, deciden concretar su desorden y no esconder sus formas.
En busca del Óscar es el retrato de un entrañable caradura, presidente de la Asociación Española de la Prensa Cinematográfica, que viaja por el universo del festivaleo sin entrar en las salas. Su trabajo es analizar las películas, pero no verlas. Solamente con el cártel del film o con la prosodia o eufonía del título se vale para sus crónicas. ¿Y qué hace cuando va a los festivales de cine? Pues desayunar.
Lo importante de la última —nada de ópera prima— película de Octavio Guerra no es el carril de certámenes, esa evasión cronológica de un personaje que avanza hacia la reiteración, sino que el haberle seguido durante tantos años con la cámara ha conseguido unos flashbacks mentales y una justificación. En busca del Óscar avanza y, curiosamente, el pasado aflora. Un pasado paranoico, de puños en alto, de desertar de sus deberes familiares y de culpabilidad. No todo ha sido fácil en la vida de Peyrou y, por eso, criticar una película viéndola sería demasiado sencillo. Necesita ese ecosistema de acreditaciones, fiestas y bregas fílmicas, porque fue durante muchos años su medio de vida y ahora es, simplemente, su medio. Cine arriesgado el de Octavio y confesión arriesgada la de Óscar. Cine confesional e íntimo.
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