Tanto Isabel Coixet como Netflix han sido muy valientes por apostar por una historia como la de Elisa y Marcela. El inconveniente surge cuando compruebas que el relato original está muy por encima del filme. Quizá la realizadora se diese cuenta y, por eso, ha subrayado en exceso el mensaje defendido en los créditos finales.
La sinopsis es poderosa y no lo es tanto su forma de expresarse en imágenes. Momentos de realismo, rasgados por un naturalismo ampliado; unos arrimos al costumbrismo gallego, combinados con videoarte poético; acentos no acertados y una secuencia que parece surgida de un Frankenstein grotesco hacen que la película no termine de explotar y, lo que es peor, de enganchar. Es más la necesidad de conocer dónde nos lleva la exposición, que de seguir explorando el camino.
Aún así hay logros a positivar en Elisa y Marcela: como son sus intenciones, sus dos actrices protagonistas que, aunque con altibajos, están al servicio total del proyecto, y, sobre todo, hacer que todos conozcamos la relación de dos mujeres que, hace más de un siglo, burlaron a una sociedad taponada en sus prácticas y, travistiendo a una parte, llegaron a casarse por la iglesia. Su matrimonio, aún hoy, sigue siendo válido.
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