Utilizando el punto de vista del que sabe narrar, Todd Haynes se pone en la piel de sus dos protagonistas para reflejar sus inquietudes, sus sensaciones y sus necesidades en una reveladora mirada, en un sutil roce de manos, en una ventana y en un espejo. Un Manhattan sin desenfoques disimula las personalidades latentes de Therese Belivet, una joven dependienta de unos grandes almacenes, y Carol Aird, una refinada mujer atrapada en un matrimonio que debió iniciarse de forma circunstancial. La aparición —basada en hechos reales— de Carol en la sección de juguetería en la que trabaja Therese se convierte en flechazo. A partir de ahí, la imaginación de Patricia Highsmith hizo el resto. Un amor prohibido en un tiempo de tanta modernidad como incomprensión y miedo. Una fábula que arrancó con seudónimo y que ahora se descubre como algo racional. La novelista la escribió en una época difícil para según qué temas y más si éstos estaban justificados y adolecían de un final feliz. Haynes sabe que ahora el tema no es tan escabroso y, quizá por ello, ha filmado una película donde la distinción sustituye a la sordidez.
Es Carol una película que atrapa desde la interpretación y la fotografía. Una película elegante que lo es más gracias a Rooney Mara y a Cate Blanchett: dos mujeres que, pese al machismo imperante de la sociedad de los 50, despliegan, involuntariamente o no, un poder sobre todos los hombres que las envuelven. Tan bien realizada y tan de enganche que, como Magnolia o Antes que el diablo sepa que has muerto, ha pasado desapercibida para las grandes estatuillas de la noche de los Oscar. Mucho más sobresaliente que la mayoría de nominadas a mejor película, Carol es una de la mejores opciones de la cartelera actual. Mucho mejor que Brooklyn, dónde va a parar.
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