Bien lo sabe el reincidente Sorrentino. Utilizar la caricatura parar exponer hechos wikipédicos puede afectar a la audiencia de un modo más pujante e, incluso, didáctico. Si el italiano también escogió a un poderoso dinosaurio en la sombra, capaz de mover los hilos y atarle los cordones a toda Italia en la insolente Il divo, McKay juega a lo mismo en El vicio del poder haciendo que el protagonista sea lo más parecido al original y, por el contrario, manejando todos los recursos que le brinda el cine para hacer que la realidad sea mucho más satírica, amena y estilosa. Véase la potente rotulación de escenas, la utilización implicada del narrador y unos créditos finales que entran a mitad.
Aclarado lo anterior, una cosa hay que decir. No es comedia aunque te rías. Ni tragedia más tiempo. Porque no hubo armas de destrucción masiva ni Al Qaeda es un país por más negocios paralelos al poder lo argumentaran y, por desgracia, consiguieran demostrarlo. Desde sus borracheras juveniles —quizá lo único humano de su personalidad trepadora—, Dick Cheney, empujado por su mujer, ascendió hasta la tramoya de la Casa Blanca y se incorporó a los gobiernos de Nixon y Ford. Así, hasta convertirse en Secretario de Defensa en las añadas de Bush padre. El parón Clinton le sirvió para velar por el buen fin de las industrias petrolíferas y militares a la espera de un nuevo triunfo republicano que llegó en forma de tejano incompetente: Bush hijo. Ahí estuvo su oportunidad: aunar sus más grandes pasiones, el oro negro, las armas y el patrimonio, en el cargo menos atacado por la oposición. Se convirtió en Vicepresidente de los Estados Unidos.
El pasado como guionista del Saturday Night Live de Adam McKay y su oficio como cineasta capaz de hablar de su país como agitador de inquietudes malsanas, más esa biografía intensa y mezquina de Cheney y un elenco actoral de primer nivel, han logrado una película que nos gusta sobre algo que no nos gusta. Una pena que no hablara del triunvirato de las Azores y de ese Aznar fumando un puro con los pies sobre la mesa. Aunque, pensándolo bien, ahí no estaba Cheney. Estaban sus marionetas.
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