El principio del final y el final del principio de El viajante son las luces de un escenario vacío. Un escenario teatral y otro vivido que se desmoronan. Entre tanto, Farhadi narra con esa destreza tan suya el porvenir de Rana y Emad tras una mudanza forzada por el preludio de derrumbe de su anterior apartamento (no, no sólo era una metáfora).
Rana y Emad son actores de teatro a punto de estrenar Muerte de un viajante –Emad es también profesor–. Un compañero de la obra les consigue un piso donde instalarse; una vivienda cuya anterior propietaria era una prostituta: palabra sin sinónimos en el Word pero a la que los personajes del filme logran arrancarle diferentes ambigüedades con tal de no pronunciarla. Una noche, Rana abre la puerta sin preguntar, creyendo que es su marido el que llama, y el segundo acto se pone en marcha: una agresión que no vemos nos presenta el preludio de un segundo derrumbe.
Aquí entra la idiosincrasia y la cultura iraní. Ir a la policía hubiera sido lo primero en otra sociedad, pero explicar porqué la mujer dejó la puerta abierta podría transmutar de un simple detalle a un todo. Rana queda totalmente aplastada, temerosa de su nuevo entorno y a merced de un tiempo que no cura pero que acepta. Emad, sin embargo, necesita saber y descubrir; necesita venganza. No venganza a lo Liam Neeson, esquemática, tópica y burda, sino venganza íntima y reflexiva que busca respuestas en lugar de equidad. Y así, entre representación y representación, entre Asghar Farhadi y Arthur Miller, descubriremos a un Willy Loman que no quiere serlo. Y no cuento más. Solo recomiendo. Porque aunque parezca una historia contada por muchos, Farhadi lo hace como nadie.
No Comment