Está claro que a Nanni Moretti le gusta escucharse. Desde siempre. Pero está claro igualmente que a sus compinches nos gusta escucharlo. Y más cuando, esta vez, se nos ha presentado el Moretti excesivo, el que imita y se imita, el felliniano, el alleniano, el cinéfilo, el autor, el trotskista, el pesimista y, a lo que vamos, el que resiste.
En El sol del futuro, el cineasta italiano nos cuenta su propia historia. La historia de Giovanni. La de un director de cine que está rodando un drama político, mientras en su cabeza filma un musical romántico, pero que, en realidad, la película que le interesa es la que estamos viendo como espectadores. Nada de líos. El activista, el crítico con el nuevo cine algorítmico, el marido y padre que no sabe amar y el abatido por el porvenir transitan por el metraje sin importar tiempo y espacio. Sin embargo, esta vez se ha dado cuenta de que, por lo menos al hacer cine, él tiene el poder. Es algo terapéutico y tiene la suerte de poder utilizarlo.
Por supuesto que el yoísmo dura 95 minutos y El sol del futuro también. Incluso el inicio se puede hacer cuesta arriba ante un personaje que, como su representación en la vida real, no hace mucho por agradar. Giovanni, preguntado por un cineasta más joven, dice que él no piensa en el público cuando hace sus películas. Un cineasta más joven al que le reprocha una escena de una ejecución en una secuencia memorable. La violencia no puede ser algo con lo que el público tenga que identificarse; la referencia a No matarás, de Kieslowski, me convenció de sobremanera.
He sido feliz viéndola. Y eso es lo más importante. Y me gusta cuando un autor hace caso a aquella sentencia de Oscar Wilde que decía algo así como “cuando el público manda sobre la obra, el arte se muere”. Nada más que alegar.
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