Dos amigas quedan para cenar después de varios años sin verse. Quieren ponerse al día: saber a qué se dedican y conocer a sus respectivas parejas. El novio de una de ellas es un policía antidisturbios o, como él lo llama, gestor de masas. El otro es un director de documentales que perdió un ojo por culpa de una pelota de goma que le golpeó en una manifestación.
La premisa de la que parte Marc Crehuet para dirigir su ópera prima, basada en una pieza teatral homónima que también escribió, se anunciaba intensa en los diálogos. Y así fue. Un conflicto mayor —atendido perfectamente por unos personajes tan bien definidos y alegóricos como axiomáticos—, se desgrana en diferentes dilemas: como en la vida, uno por persona. Colectivismos utópicos, parejas que se conforman, hijos adoctrinados de la burguesía, universitarios pedantes, parados de cursillo, políticos machacones, nuevos chefs domésticos y cualquier sustantivo adjetivado al que queramos afiliarnos.
A todas estas, la película en cuestión se llama El rey tuerto y, a pesar de sus costuras teatrales lógicas en un texto y un ambiente claustrofóbico, es una comedia entretenida. Bueno, no es una comedia, pero te ríes. Es cine social. Es un drama. No sé. Al final resulta que todo es lo mismo.
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