Una película de espías pero sin espías. Con un abogado que sin comerlo ni beberlo —beberlo sí, que estamos en la época de Mad Men— se encuentra defendiendo lo indefendible para una sociedad tan capitalista como cautelosa. Esta vez no es un jurista encargado de defender a un negro en un tranquilo pueblo de Mississippi, sino a alguien más peliagudo en plena Guerra Fría: un espía ruso. Es obvio que la recurrente secuencia de piedra atravesando la ventana con un mensaje de ‘Sucio bastardo defensor de los negros’ va a ocurrir tarde o temprano; plano tan marcado en la pantalla que la pausa dramática se hace tan larga como un tráiler de Garci. Estamos ante un cine de escuela, cierto. Pero ya que nos sabemos el discurso, que nos lo haga, por lo menos, el director del colegio. Ese no es otro que don Steven “no sé bajar de las dos horas” Spielberg.
El cineasta que marcó los códigos del cine, digamos catastrofista, con la inmaculada Tiburón, tira de oficio (gran oficio) para aguantar el ritmo, a pesar de su metraje, y divide la acción en dos partes que, nada de spoilers, devienen cantadas. O mejor dicho, dialogadas. “Que estaba yo rumiando”, dice el abogado James Donovan, “que si tuviera a bien su señoría, en lugar de mandar al comunista a la silla eléctrica, meterlo en la cárcel para poder canjearlo; más que nada por si a uno de los nuestros le da por ser capturado en la Unión Soviética. Así, de paso, me insulta un poco el populacho por salvar al camarada y tenemos para un par de discursos emotivos”. Amén letrado. Llegados a ese instante, el gatuperio se desdobla y, vemos como los Estados Unidos mandan a sus jóvenes y más preparados pilotos, que quizá no tengan carné de conducir pero pueden llevar un U-2, a sacar fotos aéreas de lo que se cuece en territorio rojo. Y tal como había predestinado Donovan, un piloto es abatido (grandiosa escenita) y detenido por los rusos. Sin embargo la CIA le comenta al bienintencionado e indulgente defensor que él lo predijo y él lo arregla. A Berlín a canjear.
Aunque los hermanos Coen rubrican dos terceras partes del libreto —se nota el depurado de florituras—, sorpresas hay más bien pocas, pues es guión de maniobras anunciadas. Más diálogo: “Tenga cuidado al entrar en Berlín Oriental que la cosa está quejumbrosa y hay pillaje por las esquinas”. Exacto. El Puente de los espías es filme del que nada descubre, de los basados en hechos reales, de patriotismo personal y con héroe con la cara de Tom Hanks. Aun así, el apartado formal es deslumbrante, la narrativa es clásica y diligente, la ambientación rememora grandes espacios de manera sublime (lo del muro de Berlín da hasta miedo) y el clima general y la fotografía son excelentes. Está claro que éste no es mi cine, pero de vez en cuando apetece. Y si he de verlo, que me lo cuenten tan bien como lo hace Spielberg.
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