Ver un cine dentro de un cine. Ver una película proyectada en una pantalla proyectada en una pantalla.
Lo sé. No es ninguna novedad y, además, ha sido, desde hace décadas, imaginado por directores que no solo hacen cine, sino que lo aman. Aun así, el recurso, por más frecuentado que sea, sigue fascinando a quien esto escribe. Se me vienen a la cabeza mis encuentros con Joe Dante y su Matinee y con Tornatore y su Cinema Paradiso. Dos colisiones primerizas con un subgénero que me continúa seduciendo.
El Imperio de la Luz entra en esa idiosincrasia fílmica; y no he podido, ni querido, dejar de acceder a sus contenidos. Contenidos que, hay que decirlo, son demasiados para encerrar entre las luces y sombras de un magnífico cine de estilo art déco llamado Empire. Denuncia social poco sustentada en un guion que busca trasferir excesivos recuerdos de la juventud ochentera de Sam Mendes. Sin embargo, si dejamos a un lado el rollo panfletario y social, encastrado sin limpieza, lo que nos queda es una elegantísima propuesta sobre el poder sanador del cine y sobre la añoranza de los templos.
Quizá, si hubiera tenido un emotivo cierre, como el sublime final de La Rosa Púrpura del Cairo, el discurso gozaría de la categoría de memorable. Aunque hay un aspecto que, por suerte, sí se recordará de El Imperio de la Luz: la imponente y extraordinaria actuación de una de las mejores actrices de la actualidad: Olivia Colman.
No Comment