Las dictaduras son épocas de casquería, prepotencia y campo de cultivo para la mejor de las sátiras. Pero, claro, para no recoger lo que se siembra y ser pasado por las armas, lo mejor es hacerlo clandestino, trabajarlo desde el exilio o esperar a que el caudillo caiga para empezar a lanzarle puyas. Los autócratas quieren ser recordados mediante estatuas gigantes, monumentos funerarios garrafales o cineastas que les graben en contrapicado. No obstante, y ya que la historia los hace inmortales, son buenas maneras las de bufonear al líder. Convertirlo en el amo de un país llamado Tomania (o de una república caribeña llamada San Marcos) o directamente faltar el respeto a los monstruos y convertirlo en uno.
Pablo Larraín, hacedor de peculiares e interesantísimos biopics, realizó un lírico thriller sobre Neruda, un psicológico retrato de Jacqueline Kennedy y una aguda y simbólica representación de los últimos días de Lady Di. Un director que se adapta al personaje para envolverlo de lo que él piensa (por supuesto) que es la idiosincrasia del elemento a estampar. Esta vez, en El Conde, para escarnecer la leyenda y, ya que se imprime, que sea sobre la farsa y atroz forma que tuvo Pinochet de ubicarse en el mundo, ha hecho una película de vampiros.
En realidad, Pinochet no murió cuando estaba a punto de ser juzgado. No. El enredador fingió un infarto para desaparecer de la vida pública y retirarse a una mansión en ruinas del sur de Chile. Pero 250 años son muchos y ha decidido dejar de beber sangre para diñarla de verdad. Sus hijos, alimañas chupasangre, han de ver antes qué les deja el tirano en prenda.
Es El Conde una película excesiva. En cuanto a sangre. En cuanto a diálogos. En cuanto a bellos planos. En cuanto a magníficas interpretaciones. Una película a la que cuesta darle un segundo visionado, no lo voy a negar. Pero que contenta en el primero. Pablo Larraín —otra vez coescribiendo con Guillermo Calderón (vaya obra maestra redactaron con El Club) y con el formidable Edward Lachman en la fotografía— ha dejado claro que no pierde su vocación autoral y hace expresionismo del disparate, sin importarle incomodar, saturar o no cumplir los cánones del algoritmo. No es una película perfecta; sólo le faltaba eso a Augusto. Es, simplemente, la película que se merece. Y sí. Esta vez podemos juzgarle todos.
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