“Hubo una tribu salvaje en África en cuyo lenguaje no existía la palabra libertad. ¿Saben por qué? Porque eran libres.” Daniel Mantovani, flamante premio Nobel de literatura –algo que no logró ni el mismísimo Borges–, le espeta a su audiencia esta anécdota para que dejaran de utilizar tan frescamente, sobre todo las altas esferas políticas de la localidad, el término cultura. Daniel Mantovani está en un salón de actos del ayuntamiento de Salas: el pueblo en el que nació, del que salió siendo joven y al que no quería volver.
Desde que a Daniel Mantovani le entregaran el más prestigioso galardón de las letras que existe, su creatividad, o acaso sus ganas de escribir, han ido menguando. No cree en la monarquía ni en jurados ni en académicos, y tal recompensa se ha convertido, según él, en el fin de su vida como artista. Ya no quiere acudir a presentaciones, ni quiere que se le agasaje. Sin embargo, una insignificante carta, de entre las cientos que recibe, le hace salir de su letargo. Su pueblo natal le nombra ciudadano ilustre y desean que vuelva unos días para celebrarlo. Daniel decide aceptar la oferta. El porqué es incierto. Quizá porque todos sus libros están situados allí y se lo debe.
Porque había fútbol en la televisión y porque las premisas de las que partía me parecían interesantes, me acerqué a ver El ciudadano ilustre. Y me encontré una película muy bien construida, sin interrupciones agresivas en su cadencia y con una mezcla bien trazada entre la comedia y la negrura. Sí es cierto que, a ratos, el choque del mundo cosmopolita y el pueblerino me llevó a enfrentarme a una suerte de sketches cercanos al vodevil; pero eran mínimos, lógicos e interpretados de forma apropiada. La trama y las subtramas eran más profundas.
El mito del artista torturado. La realidad, renunciada y no deseada, como cantera de historias. Lo políticamente correcto como acción incorrecta. La soledad del que es alagado e invitado con frecuencia. El ciudadano ilustre es crítico con todo; incluso con Daniel Mantovani, cuya exposición no nos hace identificarnos ni alejarnos de su personaje, interpretado de forma sobresaliente por Óscar Martínez.
El cerrojazo a la película, dirigida por la dupla que nos enseñó a El hombre de al lado, está logrado y lo que lleva a él es sugestivo. En el pueblo quedará una estatua de Daniel Mantovani que no se le parece. ¿Qué le quedará a él del pueblo?
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