A Luna Pamiés la encontró la directora en un botellón en su pueblo; y nos la presentó, imponente bautismo fímico, meses después, en un botellón en su pueblo. Una primera secuencia, a la que nos referimos, que podría indicar un costumbrismo inmediato y que, mucho más allá, es la apertura de algo lírico. La narración de costumbres afecta al relato, por supuesto; pues solo hay que reparar en la contundente y acertada opción de respetar el lenguaje de la zona y en la crónica relatada de las riadas que, tras siglos de sobresaltos, son parte de una memoria popular que se expresa en leyendas. Sin embargo, lo mágico envuelve la propuesta de una forma tan concluyente que abandonas la sala consciente de que el naturalismo se ha inundado de poesía.
El agua es la historia de Ana. El dietario de una joven en relación con su entorno: el familiar, el habitado y el vivido. Ana empieza a salir con José; que acaba de volver de un Londres imaginado por él, pues su descripción de la capital no deja de ser la de una simple postal. Ana quiere irse del pueblo. La madre de Ana regenta un bar en las afueras: un bar vacío al que solo se arriman aquellos que quieren saciar su sed de contradicciones. Ana y su madre comparten casa con la abuela. Ana es su madre. Ana es su abuela. Ana es Ana. Todas estas vicisitudes se sobrevienen condicionadas por la paradójica incertidumbre del río Segura. Un río que es vida, es muerte y es superstición.
De todo eso nos habla Elena López Riera. De primeros amores, de suspiros, de mujeres malditas, de mujeres con voz, del paisaje poderoso y del deseo de partir. Y lo hace, dejándolo todo bien encauzado. Sin que desborde.
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