En lo que podría ser el primer tercio de Drive My Car, Yusuke Kafuku, un actor y director teatral, se enfrenta en silencio a la última infidelidad de su mujer. Aunque desde la primera secuencia se nos presenta una relación límpida, en cuanto diálogo y sexo, el engaño saca a la luz una prudencia que evita la afrenta y protege una vida en común marcada por la pérdida de una hija. Cuando la mujer de Kafuku muere por un derrame cerebral, las palabras nunca dichas pierden su designio y el mutismo elegido deja de ser una elección para convertirse en una atadura eterna. Cierra ese acto una escena de hundimiento sobre las tablas, con Chejov en las partituras y la sombra inmutable de su esposa en cada pensamiento. En ese momento del filme, unos cuarenta minutos después del primer contraluz, maravilla, entran los créditos de entrada, y lo que parecía haber sido el primer acto de algo inmenso —una auténtica genialidad que funcionaría como toda una obra en sí misma— ha resultado ser el prólogo de algo inabarcable, profundo, hermoso y decisivo.
Las restantes dos horas y veinte, dos años después del suceso referido, quien haya tenido la suerte de quedar apresado al encanto del proemio, se involucrará en un ensayo (literal) de lo que significan las palabras cuando los dialogantes comparten lecciones vitales. Kafuku se transferirá a Hiroshima a participar de su reconstrucción y a dirigir el montaje de Tío Vania, la obra de Chejov que representaba cuando enviudó. Los administradores del encargo, además, le obligarán a tener una chófer para que conduzca su coche en los traslados de casa al ensayo. En ese vehínculo (neologismo) los vocablos y los silencios de los dos protagonistas transitarán por el espacio y por el tiempo. Soberbio el libreto que Ryûsuke Hamaguchi y Takamasa Oe han extraído del relato homónimo de Murakami con el escrito de Antón Chejov, nada caprichoso, en el ambiente. Todo encaja: texto, contexto, interpretaciones e imágenes.
Cuando sales de una película de tres horas deseando volverla a ver, supongo que es que ha impactado. La descomunal intención en cada línea de diálogo y ningún plano gratuito en tanto metraje me suponen algo tan complejo y escrupuloso como ese bárbaro guion que pide Oscar y asignatura de escuela. Una película, Drive My Car, que, seguro, será difícil de superar.
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