La apertura de la nueva película de los hermanos Safdie no puede ser más explícita, a la vez que sugerente. Los directores perpetran una magnífico fundido, que nos transfiere desde una mina de Etiopía hasta el distrito de los diamantes de Nueva York, a través de una colonoscopia realizada al protagonista del filme. En serio. Los intestinos del joyero Howard Ratner (Adam Sandler) son el nexo entre la explotación masiva y la explotación personal. Las entrañas del capitalismo más extremo dañan tanto al que no tiene dinero como al que lo atesora con el acostumbrado y obsesivo propósito de incrementarlo. Este segundo público objetivo es el tratado en Diamantes en bruto.
Howard, el propietario de la joyería, es Diamantes en bruto. Él es la película. Una película tan grosera, vehemente, gritona, fatigosa, acelerada y, a su vez, entrañable, que no queda otra que rendirse a sus pies. Dos horas y cuarto que, al no verse desde la perspectiva de una butaca sino desde el placentero sofá de casa, podemos mitigar su fascinante incomodidad discursiva y formal. Quizá este haya sido el motivo de su ninguneo en los premios de la Academia. O no.
Que os cuenten que sale Kevin Garnett interpretándose a sí mismo. Que os cuenten que aparece un Furby de oro y diamantes. Incluso os pueden decir que el millonario con sombrero de cowboy es una mezcla de Mickey Rourke y la duquesa de Alba. Pero que no os cuenten nada más; puede que os estropeen esta excelente película.
Así que, ya sabéis, si vuestra lucha interna es entre La isla de las tentaciones o la sonrisa perpetua de Roberto Leal, dejaos de flemas televisivas y elegid la obra con más ritmo desde Uno, dos, tres de Billy Wilder. Igual ahí me he pasado. No sé. Bueno, Howard Ratner y yo apostaríamos que lo es. De eso se trata.
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